martes, 18 de abril de 2023

Veermee 42

 




Poster original del cortometraje

La chispa de Veermee 42 surgió en medio de una conversación. Desde entonces, y como sucede con algunas ideas, las que terminan transformándose en algo tangible, no dejó de seguirme a todas partes, hasta que me vi obligado a concretarla en algo menos de diez páginas. Luego realicé algunos dibujos y antes de que me diese cuenta tenía un story detallado del proyecto. 

El concepto, sin embargo, implicaba trabajar con ciertos elementos que podían volverse bastante peligrosos para un presupuesto tan pequeño como el que tenía. Corría el riesgo de que este cortometraje de ciencia ficción y terror terminara viéndose ridículo, lo que arruinaría la atmósfera y el sentido de la historia. Por fortuna, contaba con Paco Gil, director, guionista y animador de stop motion, y con Juan Mod, autor de varios videojuegos y experto en la creación de imágenes por computadora. Gracias a ellos, y a las cientos de conversaciones que tuvimos, a las horas que echó Paco con los animatrónicos, a las diferentes pruebas que se hicieron con los mundos fantásticos que generaba Juan cada semana, y a las imágenes de archivo (bastante escabrosas) que pude conseguir gracias a la inestimable ayuda del director Juanra Fernández, logramos un equilibrio eficaz. Seguía siendo serie b, pero era una serie b más que digna. 

El empujón final lo dieron Iñaki Martínez, productor y sonidista conquense, que supo aprovechar hasta la última gota de sonido que podían dar las imágenes, y el montaje de Daniel Parra, amigo y compañero de mil batallas.

Por último, en esta corta lista de los que lo hicieron posible, no puede faltar Javier Perea, coordinador de la sección Brigadoon del Festival de Cine Fantástico de Sitges. Gracias por hacer posible que este cortometraje fuese proyectado en una sala cinematográfica llena de público.

Y aquí termina el recorrido de aquella extraña idea que surgió en medio de una conversación. 

Otras ideas vienen de camino, o tal vez no. 






  

  

sábado, 6 de abril de 2019

Ave raíz



Sol y luna - Maurits Cornelis Escher

Qué difícil es decir adiós al ave raíz. Uno llega a pensar, por el color alegre de sus plumas y lo despreocupado de su canto, que será cosa ya de todos los días. Uno, sacando ventaja de su nomenclatura zoológica, llega a creerse que lo que echa raíces raramente puede volar, que pesa más el suelo que lo que haya entre las nubes, que lo de «ave» es sólo por unas alas que no usará nunca, un adorno y nada más. Uno descubre que jugamos a no saber para no arruinar el café y los pasteles de la tarde, o lo que sea que echen por la televisión, o lo bonito que queda el jardín. Pero sólo es cuestión de tiempo que uno deje de jugar al desconocimiento.  

     Yo mismo planté aquel hermoso ejemplar cincuenta años atrás, en un espacio compartido más tarde con rosas de cuaresma y corazones sangrantes. Lo regué todos los días, y un par de veces a la semana frotaba sus alas con cerveza y aceite para que estuviesen bien brillantes. Un pie de tierra sulfatada alimentaba siempre sus raíces y con el tiempo llenó de vivos colores un plumaje, en principio, gris y despeluchado. Y cuando aquel pico cantó por primera vez… Qué piar más alegre bajo el sol de primavera. Le construí una casita de madera, para que inviernos y primaveras se sucediesen sin mayor diferencia. El ave raíz creció; las raíces debían andar ya en lo más profundo del jardín. Sus plumas y su piar eran del suelo.

     Un día, sin embargo, amaneció extraña. Su canto era triste, su cuerpo parecía hinchado y el color de las plumas algo oscurecido. El agua, el aceite y la tierra sulfatada no causaban efecto. Observé preocupado su familiar forma, ahora algo tronchada, en el interior de la casita. ¿Qué ocurría? El otrora alegre cantor parecía un ahogado con los brazos en alto, sobre la línea de un horizonte acuático. De pronto, sus alas se agitaron de forma violenta y la casita saltó en pedazos. Aquel cuerpecito hinchado reunió fuerzas. El suelo bajo él se movió. Tiraba de sus raíces, desgarraba el jardín, con los ojos clavados en una nube blanca. El suelo, herido, vomitó el cuello de la raíz, seguido de una madeja de tentáculos pelíferos que abrió profundas grietas alrededor. «¡No, lo vas a estropear todo!», grité. Pero la batida de alas ya había tumbado rosas y corazones. «¡Quieto, todo va a ir bien, todo va a ir bien!», pero desgarraba la tierra — cincuenta años de armonía— como un pulpo rabioso. «¡No te vayas!», pero el ave raíz ya volaba sobre una pequeña lluvia de tierra.

     Qué difícil es.




domingo, 17 de diciembre de 2017

Adelfos, nuestro viejo amigo




Ilustración de Juan Alberto Hernández 


Cerrad las puertas. Cerrad las ventanas. Aislaos del ruido exterior y quedaos a solas. Podéis sentir la multitud de yoes que dan forma a eso que llaman interior, oír sus (vuestros) pasos, sus (vuestras) voces. A veces hablan (habláis) consigo mismos, jamás entre ellos (vosotros), porque son (sois) malos vecinos los unos de los otros y manotean (manoteáis) para conseguir el control, cosa que hacen (hacéis) cada poco tiempo. Observaréis que algunos os han empujado a tomar malas decisiones en más de una ocasión, o que han envenenado vuestros oídos cuando necesitabais una mano amiga; otros minaron el valor necesario para afrontar ciertas dificultades, y los hay, por el contrario, que se lanzaron a la batalla como auténticos kamikazes, porque para ellos todo enemigo es pequeño. Por fortuna existen los pacíficos y prudentes, dotados de una inteligencia superior que evitará el derramamiento de lágrimas y sangre. ¿Los reconocéis? Seguro que sí. Con el tiempo, algunos de ellos (vosotros) acabarán alzándose sobre el resto, como los ñus del Serengueti que logran cruzar el río plagado de cocodrilos y dejan atrás un reguero de hermanos muertos. Llegarán (llegaréis) a la otra orilla y harán (haréis) uso del ascenso. Sus (vuestras) voces sonarán fuertes y serán persistentes en sus intenciones. Algunas vendrán armadas con un plumín de acero y litros de tinta. Las oiréis gritar:



                     «¡Necesito compartir una historia!»



   No faltarán voces —las más pequeñas— que hablen acerca de la inutilidad de la tarea, pero el Yo cuentahistorias es ahora un YO CUENTAHISTORIAS, y se mostrará decidido. Os citará cada día en su habitáculo particular, será amable, seductor, y sabrá entreteneros. El resto de yoes callará, ¡callaréis!, y el cuentahistorías mandará para bien, porque pocas cosas hay más sanadoras que la comunión del Íntimo, nuestro (vuestro) espíritu, con un alma que guste de la hora del té y de los secretos novelescos que endulzan sus minutos. Decía Valentín de Alejandría que el mundo visible es un mundo caído, no divino, y que lo “invisible”, lo que habita en nuestro interior nos provee de lo necesario para alcanzar la luz, o la divinidad, si preferís llamarlo de este modo. Doy (damos) fe de su poder, gracias a un yo persistente que levantó la voz hace años y empezó a narrar la fascinante historia de un mundo fraccionado. Adelfos, como tituló la historia, nos ha acompañado todo este tiempo, creciendo, reestructurándose, afilando pasajes, deshaciéndose de otros, llorando y riendo. Todavía hoy tiene algo que decir al respecto, todavía hoy se resiste a convertirse en un cuentahistorias sin nada más que contar. Pero ese momento ha llegado, y el entrañable yo, armado de valor, dejará de animar la hora del té para convertirse en libro. 


sábado, 22 de julio de 2017

Des...



Cartel del cortometraje



“Des…“ surgió de un minuto inconcreto. Ni siquiera recuerdo el color de esa fracción de tiempo;  mi ánimo durante aquellos sesenta segundos es ahora un misterio, y su contenido va y viene entre un nebuloso batiburrillo de posibilidades cotidianas. ¿Estaba leyendo? ¿Escribiendo? ¿Venía de leer? ¿De escribir? ¿Pensaba en leer? ¿En escribir? No lo sé, ni me preocupa demasiado. Sólo sé que la idea surgió, de esto estoy seguro, giró un par de veces en mi pizarra mental y tomó la forma de una historia, una historia que me indicó hacia dónde debía ir. Bueno, más bien me lo ordenó.  Sin saber muy bien el porqué, me sentí absolutamente convencido de que debía grabar un cortometraje; aquel cortometraje. Y así empezó esta pequeña aventura. Siempre he coqueteado con la idea de hacer cine, pero infinidad de factores adversos impidieron que aquellos intentos llegasen a buen puerto. “Des…”, sin embargo, vino cargado de soluciones. No, no hablo de cheques, ni de recomendaciones, ni nada de eso, hablo del factor humano, el que me ha llevado a escribir este post. “Des…” se hizo porque personas como Antonio Hernández (AHer), familiar y amigo, con el que ya he trabajado anteriormente —ilustró mi novela Viajeros del Picoteórico, haciéndola tan suya como mía, y me acompañará próximamente en la creación de nuestra propia editorial—, se ofreció nuevamente a colaborar, esta vez cediendo su arsenal privado de focos y cámaras. O Daniel Parra (Animagina), amigo de la infancia, que ayudó con el montaje y reaprovechamiento de planos fallidos, típicos en cualquier ejercicio primerizo. O el músico Manu Knwell, que conectó con la pieza desde el lejano Chile y nos ofreció otro excelente trabajo de su Kasa de Orates. Tengo que mencionar también a mi amiga  Cristina Jassogne, actriz versátil y con fuerza, que interpretó a la sufrida protagonista de esta historia de ¿terror? Su presencia en el cortometraje dio pie a toda una cadena de acontecimientos que terminaron beneficiándome personalmente, a niveles que sólo yo, mi pareja y unos pocos amigos podemos apreciar en su debida importancia. Pero ésta es otra historia.

Ahora, esta pequeña pieza, con un presupuesto que ronda los cincuenta euros, grabada sin experiencia, casi improvisada de un día para otro, es y será exhibida en algunos festivales. Supongo que no hará mucho ruido pero tengo la seguridad de que está, y está porque me lo pidió. Agradecida por existir, ha dejado también el regusto por el lenguaje cinematográfico, dando paso a un segundo cortometraje, “Veermee 42”, en el que trabajamos ahora mismo. Y todo esto, ¡sorprendente!, en un minuto inconcreto.


El segundo asalto se llama Veermee 42, una fantasía tan oscura como la mente
de su protagonista.





lunes, 6 de junio de 2016

¡Más tiburones!







Desperté en la playa, con los pies dentro del agua y el rostro hundido en la arena. Estaba exhausto, pero no sólo por haber estado a punto de morir. Aquella noche había hecho la carrera de mi vida: al menos mil metros en menos de dos minutos, mar adentro, después de que la bodega del balandrajo en el que viajaba se anegara de agua. Nunca aprendí a nadar cuando tuve la oportunidad, motivo que me empujó a darme el pésame en la primera oscilación del casco, sin darle más vueltas al asunto. Era mi final y lo acepté: algunos mueren por no coger un barco y otros por todo lo contrario. Entonces llegaron, a cientos. Convirtieron el lugar en una sopa de espuma. Tuve oportunidad de verlos porque no me hundí; descubrí que pataleaba sobre una superficie sólida, una alfombra viscosa de aletas y escamas, tal era el número de escualos que se había congregado alrededor de mis jarretes en apenas unos segundos. No sabía nadar, pero sí correr, y eso fue lo que hice. Salí disparado en dirección a la playa, sin mirar atrás, con la convicción de que aquel suelo selaciforme se desharía antes o después y me precipitaría al mar. Recuerdo mis gritos poco antes de saltar a la orilla: «¡Más tiburones! ¡Más tiburones!».


miércoles, 1 de junio de 2016

Adiós Kansas







Saliendo de Kansas, a menos de un día de Oz, detuve mi caballo junto a las aguas de un riachuelo y descansé del viaje. En el zurrón llevaba algo de carne seca y un pedazo de pan. Después de comer, aproveché para limpiar el pacificador. Jamás lo había usado, pero dicen que  siempre hay una primera vez para todo y el cuándo es una incógnita. Estaba feliz; dejar Kansas era dejar las ratas del cobertizo, la fiebre del oro, el barro de las calles y la mierda congelada en invierno. Oz, en cambio... Pero mi caballo alzó la cabeza en ese instante y tumbó las orejas hacia atrás, alertado por algo; dejé de sonreír. Supe que era mejor continuar el viaje cuanto antes. Me levanté con el zurrón de nuevo al hombro y caminé hacia mi montura. «¡Alto!», me gritó alguien. A menos de veinte metros, un hombrecillo de constitución obesa y expresión estúpida permanecía sobre su caballo, un pobre jamelgo vencido por las circunstancias. Conocía a aquel tipo, se trataba de Tony Jabalí Loco,  un sheriff con bastante mala fama.
     —¡Quieto ahí, mequetrefe! —repitió, y sacó de su alforja una oxidada carabina que apuntó hacía mí. 
     —¿Se puede saber qué he hecho? — pregunté. 
     —Pregunta mejor qué no has hecho, hijo.
     Escupió tabaco de mascar al suelo e hizo una pequeña pausa, tal vez, a tenor de su atontada expresión, mientras recapacitaba sobre el significado de sus propias palabras. 
     —¿Y qué he hecho?
     —¡Por todos los diablos! —Volvió a escupir—. ¿Que qué has hecho? —Escupió de nuevo—. Eso lo sabe cualquiera —Escupió una vez más—. ¡Que qué he hecho, dice! ¿Acaso el zumo de tarántula te ha jodido los sesos? —Volvió a hacerlo, manchándose esta vez la barbilla—. Hijo, has cometido todos los delitos habidos y por haber —Se limpió  con un pañuelo, sonó sus narices con él y lo introdujo en un bolsillo del minúsculo chaleco que vestía. 
     —Usted dirá.
     Tony Jabalí Loco resopló.
     —Está claro. ¿Por qué si no quieres dejar el estado?
     —¿Y por qué no? Estoy en mi derecho.
     —¿Acaso huyes de algo?
     —No, simplemente voy a donde quiero.
    —Cuéntale esa patraña a otro, hijo. Mira, ¿ves esta placa?, aquí soy la ley, la he sido durante mucho tiempo y a la ley no se la engaña. Sí, huyes de algo. Huelo a un criminal de lejos.
     —No he cometido ningún delito.
     —No es eso lo que dicen en Wickerman. Aseguran que debes dinero a una dama.
     —Es falso.
     —La zorra en cuestión asegura que te puso una pierna encima y besó tu frente. Que la rechazaste y te fuiste sin pagar.
     —Los salones no son lo mío. No pedí su pierna, y tampoco su beso.
     —Valiente caballero —Escupió a mis pies—, a una puta no se le dice que no. 
     —Yo lo hice.
    —Claro, por eso yo estoy aquí, apuntándote, y tú ahí abajo, mirándome con cara de corderito. Dime, ¿por qué Oz? ¿Acaso eres afeminado?
     —¿Afeminado?
     —Sólo un idiota afeminado le diría que no a una puta y querría ir a Oz. Ahí tienes otro delito: ¡homosexual! Hijo, estás de mierda hasta el cuello; en mi estado no permitimos esas perversiones.
     —No pienso defenderme de una acusación como esa.
     Rio. Su papada se agitó como el queso fresco.

     —No podrías. Sé muy bien lo que eres. También sé que eres un asesino.
     —Jamás he matado a nadie. 
     —Eres muy capaz. Sí, ya lo creo, lo veo en tus ojos. ¿Sabes?, apostaría todo lo que tengo a que lo has heredado de tu familia. Seguro que tienes antepasados homosexuales y asesinos.
     —Oiga, deje a mi familia en paz.
    Empuñó significativamente el rifle.
     —¡O qué! ¡Aquí mando yo, hijo! ¡Creí que te había quedado claro!
     —Insultar a la familia es una mala costumbre, incluso en Kansas.
     —¿Estás argumentando en mi contra o me lo parece? Encima te resistes a la autoridad, ¿eh?, muy bonito, muy bonito, exiges respeto y cuestionas la palabra de un agente de la ley. ¡Eres lo peor! ¿Pero qué clase de educación te han dado tus padres, muchacho? ¿Qué clase de familia tienes?
     —Ahora subiré a mi caballo, le daré la espalda y me marcharé. ¿De acuerdo?
     —De eso nada. Tú te quedas aquí. Eres un criminal, ¿recuerdas? Debes dinero a una puta, eres homosexual y un asesino como toda tu asquerosa familia.
     Mi mano se movió sola hacia el pacificador, pero me contuve en el último instante.
     —¿Ibas a hacer algo o sólo me lo ha parecido? ¿Qué guardas ahí atrás? ¿Un par de zapatos plateados? ¿Un poema? ¿Un cuchillo? ¡Habla! ¡Maldito sarasa asesino!
     —Nada.
     —¡Ja! ¡Encima cobarde! Quieto ahí, que de esta no sales. Sé muy bien que tienes una horda de hermanos bastardos repartidos por todo el país. Tu padre ha estado muy entretenido, ¿cierto? Alguien tan ocupado no ha podido educar a sus hijos como es debido. Eso lo explicaría todo.
     Los dedos aletearon en la culata de mi revólver. Deseé meter una bala en mitad de aquel rostro fofo y degenerado. Borrarlo para siempre de la faz de la tierra.
     —Hazlo y estarás perdido. Vuelve a tocar esa arma que llevas escondida en tu espalda y Oz será sólo un sueño. Con este de aquí —Y acarició como a un amigo el herrumbroso cañón de la carabina— he matado tantos búfalos como años tiene mi madre, y ninguno necesitó más de una bala. También he limpiado el estado de mariquitas como tú, de africanos y alienígenas. Créeme, no hay nadie mejor que yo disparando con el rifle.
     Se hizo el silencio. Un silencio pesado e insalubre, manchado por lo insultos y obscenidades que había lanzado aquella cosa con placa. Escupió más tabaco, yo tragué saliva, el cañón de su arma amenazó con convertirse en su próxima palabra. Cerré los ojos.
     —Claro que podemos hacer un trato —añadió sorpresivamente.
     —¿Un trato?
     —Sí. Soy un hombre justo y flexible. Y siempre doy una oportunidad al criminal de redimir sus pecados.
     —No entiendo.
     —Bien —Bajó el arma, y sus ojos empezaron a vagar nerviosos de un lado para otro, asegurándose de que no había nadie más en las inmediaciones—, te doy la oportunidad de quedar libre, si haces algo por mí.
     —¿De qué se trata?
     —Antes tienes que aceptar.
     —No puedo aceptar un trato sin saber de qué se trata.
     —Esta vez tendrás que hacer una excepción, hijo. Trato o plomo. Tú decides.
     Tragué saliva de nuevo.
     —Trato.
El rostro de Jabalí Loco se abrió en una sonrisa abyecta, trufada de dientes negros y podridos.
     —Buen chico. Verás, hijo, los hombres como yo llevamos una vida muy solitaria en la frontera, y la soledad en exceso es mala. Sabe Dios que si veo a dos hombres fornicando en el pueblo los lleno de balazos. Esas cosas deben hacerse bien lejos, en el campo, donde no se moleste a nadie.
     —Sheriff, ¿a dónde quiere ir a parar?
     Tosió, como si intentase solapar lo que estaba a punto de decir.
     —Quiero que me hagas un pequeño arreglo.
     —¿Cómo dice?
     Tosió otra vez.
     —Un pequeño arreglo.
     —Perdone, creo no haber entendido bien.
     —¡Un arreglito, maldita sea! ¡Que me limpies el sable de caballería!
     Mis tripas se revolvieron. El deseo de acabar con aquella criatura envilecida fue superado por el de vomitar.
     —¡Jamás! —contesté decidido.
     —¿Jamás? ¡Mariposa insolente! Has hecho un trato y no puedes romperlo.
     —Me importa una mierda ese trato. No lo haré.
      Un resplandor furioso recorrió su rostro y volvió a apuntarme con la carabina.
     —Oh, interesante, le debes dinero a una puta, eres homosexual, un asesino y ahora incumples un trato. Sí, muy interesante. Acabas de condenarte, muchacho.
     Estaba dispuesto a utilizar el pacificador. Pero el sheriff ya tenía la carabina lista para disparar, contaba con esa ventaja y no la desaprovechó. Apretó el gatillo antes de que tuviese tiempo de defenderme. La detonación casi me dejó sordo. Caí de espaldas y me di por muerto. Luego abrí los ojos; estaba inmerso en una nube de humo. Poco a poco empezó a disiparse, y pude ver el cuerpo de Jabalí Loco, despatarrado en el suelo como una gorda muñeca de trapo junto a los restos humeantes y retorcidos de la carabina. Su jamelgo había escapado, asustado por el estruendo de la explosión. Su cabeza también. Me pregunté desde cuándo no limpiaba aquella arma suya, con la sangre de tantos búfalos, mariquitas, africanos y alienígenas a sus espaldas. Demasiado tiempo, tal vez.
     Me incorporé y sacudí el polvo de mis ropas. Sostuve el pacificador en mi mano un instante, antes de arrojarlo bien lejos a las aguas del río; ¡odio las armas de fuego! Luego me reuní con mi caballo, lo desaté y galopé hacia el ocaso, en dirección a Oz, lejos de las ratas del cobertizo, la fiebre del oro, el barro de las calles y la mierda congelada en invierno.

   

domingo, 22 de mayo de 2016

Vrykokounoúp







El vrykokounoúp, también conocido como vampiro de la savia, se me apareció por el rabillo del ojo mientras observaba las aguas del embalse. Al principio fue sólo un movimiento; la sombra de una mosca, pensé. Pero descubrí que la perturbación no revoloteaba a mi alrededor. Algo se movía a no demasiada distancia, entre los árboles que tenía detrás. Era grande y negro, y flotaba varios metros por encima del suelo, deslizándose lentamente como una nube de tormenta. Pero no flotaba, la primera impresión era falsa: caminaba sobre cuatro patas articuladas y su oscuridad nada tenía que ver con la del nimbo hinchado de agua, sino más bien con el pelo corrupto de una rata de cloaca. Debía oler igual que una fosa llena de ellas, aunque el único sentido que se dejaba aplicar era el de la visión, ni sonidos, ni olores. Caminé unos pasos con la intención de ver mejor la anatomía de aquel zancudo silencioso. No le veía ojos, ni boca, y no tardé en comprender que era su cabeza lo que echaba en falta. Debajo, colgaba un saco de piel negra y rugosa, libre de pelo, que recordaba al escroto humano. Al menos hasta que se alzó, y el pellejo, holgado y fofo, resbaló alrededor de un cráneo picudo, armado con un aguijón que fue a clavarse inmediatamente en la corteza del árbol más cercano. Supe que le succionaba la savia; el corcho se agrietó y perdió su color. Di algunos pasos más, los suficientes para comprobar que —¡me estremecí!— aquel ser no estaba solo; todo un rebaño de seres iguales a él, algunos de mayor tamaño incluso, se movía con libertad por el bosque, sin romper la quietud del lugar. Se fueron del mismo modo en que llegaron, por el rabillo del ojo, como la sombra de una mosca. Sé que es un error haberlos visto, que siempre han estado ahí, sobre nuestras cabezas, bebiendo savia, invisibles por algún motivo, pero ya no puedo olvidarlos. Desde entonces, cuando veo árboles con la corteza lacerada, y aun sin verlos, empujado por una extraña certeza, sé que camino entre las patas de un vrykokounoúp, también conocido como vampiro de la savia.