lunes, 16 de noviembre de 2015

Darío



Carlos Gregorio Simon Godoy (Calavera Diablo)


Cada otoño, desde que cumplí la mayoría de edad, tengo una cita en el Depósito de Enseres Impersonales de tío Sabino. Es un pequeño edificio de ladrillo gris, con chimenea y sucios ventanales por los que apenas entra luz. Dentro, dispongo del mobiliario e instrumental necesarios para desempeñar la labor de agente decomisador: estilográfica, guantes, una mesa, una silla, un flexo, una báscula de enseres, una lupa diadema con lente de treinta aumentos, pinzas, una enciclopedia de peritaje y varios cajones de pino para archivar los informes. Al fondo tenemos el horno, un Topf und Söhne para el material sobrante. El método ha sido siempre el mismo: antes de que salga el sol el depósito debe estar listo, luego aprovecho para tomar una taza de café mientras tío Sabino entra en el huerto y elige a la nueva kadosh. Esto siempre es cosa suya y confieso que nunca se me daría igual de bien extender el dedo sobre la multitud y atinar a la primera, no como a él, desde luego, con tantos años de experiencia en horticultura. Tras cortar el tallo de la elegida y llevarla a la cocina, me trae sus pertenencias en una carretilla y las deja caer en el suelo. Hoy el cargamento es singular, muy alejado de los morrales de otros años, llenos de fotografías y recuerdos familiares. Hay una pequeña instantánea de una caléndula, cinco monedas de latón, unos guantes de lana, un par de zapatos, un frasquito con rapé de Nunu y varias canicas de vidrio rosado que rondan los quinientos gramos sobre la bandeja de la báscula. Hasta aquí nada especialmente notorio, pero luego están el astrolabio de cobre, el horoscopio de Apiano, el telescopio reflector, la carta astral y, sobre todo, el diario. Las primeras páginas de éste tampoco se salen de lo normal; menciona las bondades del mes de junio, su temperatura suave, la abundancia de días luminosos en detrimento de las heladas nocturnas, de las que abomina como un brote verde; habla del maitine de los grillos, de la santidad de sus salmos, de la estampida de los conejos cuando truena la pólvora, de las milongas que silba tío Sabino mientras planta fresas y melones. Julio empieza igual, pero señala su pasión por la astronomía, y también un hecho extraordinario que tuvo lugar a mediados del mes. Lo expresa del siguiente modo:



     «Mi telescopio reflector apuntaba hacia la octava esfera, a la constelación de Leo. Observaba por enésima vez su poderoso corazón, que los griegos bautizaron como Basiliskos, una estrella azul que me ha venido sonriendo cada noche desde que me habitué a explorar los cielos. Estaba acostumbrada a su velocidad de rotación, muy superior a la de nuestro sol, y a su silueta achatada, como la de esos limones defenestrados que ruedan por el huerto, pero nunca antes había visto algo parecido a lo que eclipsó de improviso su rostro. Planetoide, lo llaman; yo tendré que buscarle otro nombre. Aquel cuerpo gigantesco se recortó sobre la superficie del corazón leonino durante varias horas. En ese tiempo descubrí que seguía una lenta elipse alrededor de la estrella, también que hay metano y ozono en su atmósfera, y que la superficie verdiazul está llena de huertos en flor. He identificado patatas, pimientos, lechugas, calabazas... Y reían, reían felices. Por la tonalidad del suelo se trata de un lugar rico en nutrientes minerales, mullido, con abundante humus, sin gusanos ni hongos, y con un equilibrio perfecto entre alcalinidad y acidez. Llueve en abundancia y presumo que el aire arrastra polvo de hueso, además de hermosas canciones mil veces mejores que las de tío Sabino, a juzgar por el verdor de las hojas y el color alegre de las cortezas. Me pregunto si habrá sitio para mí allá arriba. Parece que hay sitio de sobra para todos. Tal vez, si lograra desprenderme de mi tallo, echar a volar, dejar atrás el huerto, cruzar las nubes, romper la estratosfera y salir disparada al espacio, sumergirme en una lluvia de rayos cósmicos provenientes de Centauro, girar en el vacío sin más luz que la de nuestro sol, dejarlo atrás como al huerto y seguir girando durante setenta y siete años luz hasta encontrarme con Basiliskos y su planetoide... Tal vez.»



     Durante agosto y septiembre deja bien clara su intención de visitar este nuevo mundo, al que empieza a referirse como Darío: «¿Y qué será de mí ahora que te conozco, ahora que he visto tus huertos y jardines? -escribe en un margen del diario-. Ya no tengo dudas, mi amado Darío, antes de que desaparecieras entre las luminiscencias de la corona solar, me hiciste tuya para siempre». Realiza una serie de cálculos, garabatos inteligibles, orientados supuestamente a prever el momento en que el planetoide volverá a reaparecer sobre la superficie de la lejana estrella azul. También hace los preparativos del viaje; veo algunos bocetos que intentan reflejar lo que parece una especie de vehículo, un traje abocinado hecho de metal, al que pensaba dar forma fundiendo las monedas que tío Sabino iba perdiendo en el huerto. Está sujeto a un tanque de combustible y a unos propulsores con fuerza suficiente para sacarlo de este mundo. Luego se desprenderían y unos motores secundarios moverían el traje a través del cosmos. En el interior se habría dispuesto un tallo de quita y pon, y una cama de tierra con abundante humus; un sistema de regadío por goteo proveería de agua a la viajera durante todo el trayecto, aunque queda por resolver cómo lograría perpetuar este suministro durante los setenta y siete años luz que, calcula, dura el viaje. Quién sabe, si el amor puede convertir a una calabaza en cosmonauta, ¿qué son unas pocas gotas más de agua? En cualquier caso el asunto no pasará de ser una simple anécdota, como lo mío con... da igual, tío Sabino espera y tengo trabajo por hacer.

      Relleno la ficha de la kadosh, como de costumbre. Hace la número setenta y siete; en el huerto su diámetro dio la medida de cuarenta y cinco centímetros, tiene flores de un único sexo y hojas acorazonadas en perfecto estado. La cáscara y el tallo no presentan señales de enfermedad. Por algunos de sus objetos personales y las palabras que escribió en el diario estamos ante una idealista, una soñadora. Tal vez, una enamorada, no sólo del lejano Darío, sino de la misma vida. Presumo que el pastel de este año será exquisito y que tendrá cierto sabor a estrellas.

     Guardo la cartulina en el cajón archivador, aparto las monedas de latón y me hago cargo del resto de objetos. Los introduzco en el hueco del horno. Juntos forman un extraño montón, testigo de una vida igualmente extraña. Dejo el diario para el final. Luego cierro la puerta y activo los quemadores de aceite vegetal. A través del ventanuco veo cómo las llamas se ceban rápidamente con los guantes de lana y los zapatos, cómo convierte las canicas en bolas de obsidiana y deshace el rapé en un fogonazo. El astrolabio y el telescopio humean y se ennegrecen, como edificios post-apocalípticos de hierro y cristal. En cuanto al diario... Lo busco con la mirada, pero ya ha desaparecido.

martes, 15 de septiembre de 2015

El monstruo de Oigreachd




El cielo y la tierra en Oigreachd tienen la solemnidad y el silencio de sus piedras. Una masa plomiza parece envolverlo todo, impidiendo el movimiento, e incluso el transcurrir, de los segundos. Sentado ante aquel estanque de las tierras altas, me parecía estar observando uno de esos cuadros de Albert Bierstadt, llenos de imponencia y humedad, congelados en ese instante negro que precede a la tempestad. Los que me hablaron de aquel lugar ya me habían advertido de sus particularidades; me dijeron que allí no había sido visto jamás un pájaro volando, que la maleza del páramo no crecía de tamaño, que las nubes de tormenta jamás se disipaban ni cambiaban de forma, que no soplaba el aire, que los relojes se detenían... Comprobé esto último mirando el mío; una hora allí sentado y continuaban siendo las dos de la tarde. Devolví mi atención a la superficie del estanque, un inmenso óvalo de estaño, tan quieto y carente de vida como el resto del paisaje. También había oído hablar de él, del demonio que habitaba sus profundidades. Fue el padre Buchanan quien, abriendo las tapas del Magīa Compendium, me leyó el relato de Sir Aelius y el monstruo de Oigreachd: «...Y del fondo del estanque surgió la bestia más terrible de todas, y Sir Aelius supo en aquel instante que ninguna de sus habilidades como caballero podría salvarle de aquellas fauces hambrientas, pues la bestia tenía el poder de convertir la armadura en herrumbre, los músculos en harapos y la piel en pergamino. Nadie puede escapar del monstruo de Oigreachd, ni huyendo en el caballo más rápido, ni ocultándose en la mayor de las fortalezas; sólo al final, en nuestro propio lecho de muerte, seremos capaces de comprender el auténtico alcance de su poder».
     Algo llamó al fin mi atención. Desde que tomé asiento en aquel lugar había venido percibiendo el mismo sonido, una especie de zumbido monótono e infinito, sin altibajos, sin un principio y un final. Era como si el silbido de una brisa incipiente hubiese quedado también atrapado en aquella suerte de ciénaga temporal, empantanado en una nota condenada a perpetuarse de forma eterna. Pero un nuevo sonido rompió la quietud del aire en mil pedazos, un gorgoteo en la superficie del estanque. Las aguas del centro se agitaron, y se sumaron al nuevo universo sonoro que acababa de instaurarse. Burbujeaban, primero de forma tímida, después describiendo una línea que fue acercándose a la orilla con lentitud. ¡Aquella cosa era real!
     Me incorporé al momento, deseoso de satisfacer la curiosidad. Pronto, vi una extraña forma negra que emergía de las aguas, un alto bonete de plumas, distinguido con una insignia dorada que refulgió bajo los rayos del sol. Siguió un rostro blanco e impasible, con unos ojos de cera que miraban sin mirar, y unos labios que insuflaban aire a la boquilla de una gaita cuyos roncones asomaron detrás como el espinazo de un cadáver contrahecho, envueltos en un constante gorgoteo. Ya en la superficie, el agónico lenguaje se volvió música: una melodía triste pero llena de energía. Conforme iba dejando las aguas atrás, vi que vestía una chaqueta oscura y un tartán azulenco que le cruzaba el pecho. Siguió un kilt de color rojo, y unas medias blancas hasta las rodillas; en la de su pierna derecha tenía envainada una pequeña daga con el puño dorado. Por último, unos zapatos negros transportaron la imponente figura del tañedor tierra adentro, en mi dirección. Cuando se detuvo ante mí, sus dedos en el puntero estaban enzarzados en una melodía frenética, un jig que agarraba tu corazón y lo hacía latir el doble de rápido. Nada podía sustraerse a su ritmo; el paisaje entero cobró vida, como llevado de la mano en un baile todopoderoso. La brisa se liberó y echó a correr, las nubes negras flotaron a su aire, mezclándose, deslizándose, vomitando una suave llovizna que  convirtió la faz de la laguna en un espejo estrellado. Miré mi reloj: las agujas giraban de nuevo. Todo cobró vida y, sin embargo, comprendí que precisamente por esto todo iba a morir. Todo iba a desaparecer. Mi reloj se oxidaría, las nubes se marcharían, la vegetación se secaría, la laguna terminaría convirtiéndose en un cenagal lleno de huesos. Mi propio corazón dejaría de latir en el futuro, desgastado, consumido por la música de aquel gaitero infatigable. Supe que si continuaba tocando no dejaría nada en pie, y sin embargo, mis oídos no habían conocido jamás una música como aquella, tan deliciosa, tan necesaria. Cuando dejó de tocar, el paisaje volvió a convertirse en una fotografía. Alcé la cabeza, suplicante.
     —No pare, por favor, siga tocando.
     Sonrió.
     —No he parado, sigo tocando la misma melodía. ¿No la oye? Ya lo hará esta noche, mientras duerme. O mañana, cuando todo esto le parezca sólo un sueño.
     —¿Seguirá tocando para mí?
     —Así es, para todos.
     —¿Cómo es posible?
     —Yo soy el monstruo.
     Dicho esto, dio media vuelta y regresó a las aguas del estanque, que acabaron devorando las plumas de su bonete, borrando todo rastro de él. ¿Todo? No. Al levantarme y dar la espalda a la orilla, mientras me alejaba  en el páramo, recordé las palabras que me leyó el padre Buchanan: «Sólo al final, en nuestro propio lecho de muerte, seremos capaces de comprender el auténtico alcance de su poder».



  

martes, 18 de agosto de 2015

El barco


"El viajero", pintura de Maria Goretti Guisande , dedicada a su gran amigo el doctor Vernacci



Anoche, un barco atracó en mi cama. Era un barco vacío, sin pilotos, sin oficiales, sin capitán. Llegó con una gran luz y zarpó sin avisar. Pronto, me vi en la cubierta, sobrevolado por extrañas gaviotas y dragones de papel. El color del mar recordaba a los ojos de un pez muerto, y de su superficie emergían grandes lomos pardos cubiertos de orificios que expulsaban humo y fuego. A lo lejos podían verse las montañas de una isla, eran de acero. Desde el cielo, dos astros pálidos alumbraban mis manos en la barandilla. Al poco se cubrieron de nubes y el oleaje saltó con fuerza bajo  la quilla. Un aire frío amenazaba con tormenta. Me aferré con fuerza. Quería regresar a tierra firme, quería lo imposible. Entonces, de repente, una voz me habló en un idioma extraño. No puedo explicarlo pero adiviné cuanto me decía: «¡Salta!». Eché una mirada al mar tempestuoso, y a las extrañas formas que lo poblaban. «¡Salta!», repitió. Y salté. Abajo, en las profundidades, entre los leviatanes, hallé de nuevo mi cama.



domingo, 9 de agosto de 2015

Ahí donde la ven







Ahí donde la ven, Carmela fue una gran señora. Tenía una pensión de las que salvan vidas por encima del hombro, esas que compran juguetes por navidad y llenan frigoríficos dickensianos. A su edad era cuanto le quedaba, supongo que el único modo que tenía de estar. Pero su generosidad era siciliana, flotaba como el aceite de oliva y te compraba. Todavía recuerdo aquel discurso suyo en la escalera, escupiendo con el anular de la mano sobre la figura aplastada de un parado de larga duración cuyo estómago había llenado más de una vez: «¡Escúchame bien, Salvador! ¡Rata desagradecida! ¡Sabes bien que tus hijos han comido gracias a mí! ¡Que los he vestido! ¡Que han tenido reyes porque me preocupé de que así fuese! ¡Los vecinos deben saberlo, deben saber que la pasada Nochebuena tu familia se hartó de langostinos a mi costa y que ahora te niegas a hacerme unos recados!». Tras la reprimenda, Salvador, avergonzado, con una M de mantenido en el hombro, perseguido por el sadismo miserable y ocioso de los vecinos, se refugió en su casa y cerró la puerta. Un año después, pocos días antes de Nochebuena, Carmela sufrió un ataque y amaneció tiesa. Bajaron el cajón de fibra —tan impersonal como una caja de frutas— por las escaleras y nadie volvió a verla nunca más. Esa misma semana coincidí con Salvador. La M casi había desaparecido y, por el modo en que se refirió a la anciana, el rencor también: «Pobre mujer, en la cámara frigorífica como un montón de langostinos, con lo que ella era, porque ahí donde la ven, Carmela fue una gran señora».

jueves, 9 de julio de 2015

El amor de las piedras


"El amor de las piedras": trabajo en acuarela y tinta china de Laura López
 




Recorriendo el viejo ramal ferroviario que unía las minas del Cerro del Hierro, en la sierra de Cazalla, con tierras extremeñas —convertido hoy en una vía natural para excursionistas, un vergel repleto de encinas, olmos y altos pinos—, decidí hacer una parada en el camino para descansar, poco antes de llegar al punto conocido como Cordel de las Merinas. Aquí, un puente de piedra sortea a muy poca altura el caudal del Huéznar, por lo que pude tomar asiento y descolgar las piernas hasta casi tocar el torrente con la punta de los pies. Hacía calor, y agradecí el frescor del agua. Tampoco tenía prisa por reemprender la marcha; el lugar invitaba a ser observado con detenimiento. El blanco de la madreselva, encendido por los rayos del sol, la cortinilla verde de los sauces, el vuelo de los mosquitos, convertidos en luceros del mediodía, el agua saltando sobre las piedras que pueblan el lecho del río, su música..., ante esto uno sólo puede tomar asiento, mirar y sentirse como un invitado agradecido, tal y como hice. El tiempo pasó sin hacer ruido, convertido en una ensoñación más de aquel lienzo fabuloso, y sólo al declinar la luz del sol, supe que las horas se me habían echado encima. Hice entonces el intento de marcharme, pero una visión me lo impidió. Creí que se trataba de un simple efecto de la luz sobre la superficie ondulada del río, una de esas imprecisiones que a veces nos asaltan fugazmente por el rabillo del ojo, y que se marchan casi siempre de forma anónima, pero no, realmente algo se había movido allá abajo, en el sedimento. Una piedra. Y no era la única. Varias piedras más comenzaron a deslizarse bajo el agua, como una colonia de enormes crustáceos. Las seguí con la mirada, una por una, mientras se acercaban de forma perezosa a la orilla y subían a tierra firme. Descubrí que disponían de diez patas perfectamente articuladas, y de un orificio apenas visible que bien podía ser la boca. Ya sobre el musgo de la orilla, iniciaron un extraño baile; giraron las unas alrededor de las otras, con las patas delanteras —aquellas cercanas a la "boca"— alzadas al modo en que danzan los escorpiones, mientras chocaban torpemente sus cuerpos entre sí. El golpeteo de las piedras fue subiendo en intensidad, cobrando cierto aire armonioso, semejante a una de esas jacarillas para castañuela que en tiempos compuso el maestro Santiago de Murcia, y que invitaban a la sonrisa. ¡Vivían! ¡Bailaban! ¡Y celebraban el amor! Luego, una de ellas se alzó sobre su compañera, triunfante, y la poseyó. Las demás también buscaron pareja, y convirtieron la orilla en un paisaje amatorio imposible de olvidar. El rumor de la piedra contra la piedra dio paso a la canción más hermosa que he oído jamás, pues las piedras no sólo bailan y aman, también cantan, y de qué manera. Un inmaculado coro de voces se alzó desde la orilla y me envolvió: ¿se puede querer tanto? Aquella canción hablaba de un amor eterno, resistente a la erosión del agua o del aire, a los rayos, a la lenta ponzoña de los siglos. Me estremecí, dichoso de conocer la existencia de semejante cuantía.
     Desde entonces, algunas tardes, cuando de repente callan las ranas o cae el aire, y del silencio surge la extraordinaria copla de las amantes, vuelvo a sonreír, y si mi espíritu está maltrecho por una decepción, si ha vivido recientemente los amargores del desamor, renace esperanzado, al recordar aquel lecho bajo el puente, el frescor de sus aguas, la jácara de sus piedras, su canto y su amor eterno.
 

 

 

martes, 19 de mayo de 2015

Tartine de pólvora






En la mesa de Assetou había miel, paté, mantequilla, queso azul y mermelada de manzana. También, algo más apartadas, algunas rebanadas de pan dulce, listas para ser untadas. Ese, precisamente, era el plan, la tartine de Assetou; ¿llevaría finas hierbas? ¿Salmón? ¿Frutos secos? ¿Una fresa?... Los ojos del glotón corrían sobre la madera como dos arañas de recebo, clavando sus colmillos aquí y allá.
      Por fin se decidió; dejó la silla y caminó hacia el pan, con una idea definida de lo que éste llevaría encima, sin dejar de deleitarse. Pero entonces tropezó —¡maldita pata de la mesa!—, dio cabriola y media en el aire y como el que no quiere la cosa acabó sentado en una silla borgoñona, en la ciudad de Chalon-sur-Saône.

      —¿Te has decidido ya?

      Assetou no supo qué contestar; a su repentino interlocutor no parecía preocuparle el tartine. Tenía el rostro famélico, sucio, y unos ojos oscuros que nada podían entender de recetas y sabores. Por momentos, Assetou temió encontrarse ante un asesino. Quiso explicar que se había levantado sólo para coger un poco de pan, que tras mucho pensar tenía claro los ingredientes del bocado, pero el extraño continuaba empeñado en que debía decidirse.

      —Acero o pólvora, tú decides.
     
     Entonces comprobó que no estaba solo; detrás de él había una fila de individuos malcarados que aguardaban con impaciencia su turno para elegir.
      «La pólvora es como la pimienta», pensó en voz alta, y se vio con un mosquetón en las manos, una cartuchera al hombro, y empujado hacia la puerta de salida. Fuera había un barrizal maloliente, con varios cerdos hocicando (¡bacon de vacaciones!), y un grupo de hombres armados que formaban ante un individuo con una sopera en la cabeza. ¡No, era un antiguo casco de arcabuzero!

     —¡Amigos! —gritó—, ¡vamos a darle su merecido a ese desalmado de Turgot, y a la horda de ladrones que roban el pan de nuestra mesa!

     «¡Sí!», gritaron todos, y alzaron las armas.

      —¡Hoy haremos una visita al gordo Diddier, cuyo molino ha duplicado el precio de la harina en sólo unos días! ¡Le haremos entrar en razón!

      —¡El viejo Diddier no vive solo! —advirtió alguien entre la tropa— ¡Su mujer y sus hijos le acompañan en todo momento!

      —¡Se apartarán! —respondió el otro con seguridad.

      —¿Y si no lo hacen?

      —¡Acero o pólvora, amigos míos, acero o pólvora!

      «¡Acero o pólvora!», gritaron todos.

     —¡Bien, ha llegado el momento! ¡Esta noche, vuestros hijos dormirán con el estómago lleno! ¡Seguidme!


     Assetou fue arrastrado por aquel ejército de hambrientos. Trastabillando con el mosquetón entre sus manos, sin saber cómo terminaría todo, exclamó:


     —¡Amigos, yo no sé disparar! ¡Dejadme volver a mi mesa!


     Pero el cabecilla de la revuelta, que escuchó sus palabras, se le acercó, colocó una mano sobre su hombro y con la otra señaló hacia el molino blanco que braceaba en la campiña. Las armas ya habían empezado a tronar, y se oían algunos gritos de hombre, mujer y niño. En algún lugar un cristal se hizo añicos, y la tela de uno de los brazos giratorios bailaba movida por el aire, como una bandera rota.

     
     —¡Allí, Assetou, mira bien, allí está tu pan!



 

 

sábado, 11 de abril de 2015

Antología Dissident Tales - La Revista


 
 
 
 
 
Un año de "Dissident Tales - La Revista" puede celebrarse de muchos modos: láudano, vino, cerveza, ginebra, cannabis, sexo... Pero lo apropiado es celebrarlo con un poco de lectura, con una selección de relatos que resuman este loco año de fantasías escritas. Adelante, tomad el imposible que más os guste y brindad por otro año disidente.
 
 
Disienta gratis en este enlace: Antología Dissident Tales - La Revista
 
 
 
 
 
 
  

domingo, 1 de marzo de 2015

Viaje al país de las galletas de acero

 
 
 
Viaje al país de las galletas de acero es una antología gratuita de pequeños trabajos, todos del tamaño de una galleta, todos tan antiguos como la Bis Coctum de Marco Gavio Apicio, dulces, duros, amargos... Perfectos para acompañar con un buen té o un poco de chocolate. Es un territorio vasto y poco explorado y seguramente necesitaré de un "Regreso al país de las galletas de acero" (mucho más grande y ambicioso) para completar esta colección de pequeñeces. Si desean iniciar el viaje, sólo tienen que pinchar aquí:
 
 
 
 
 
 
 


sábado, 7 de febrero de 2015

Al-Jazari





"Al-Jazari, la primera conciencia" por AnHer
 
 
 
Al-Jazari  no nació; estaba
Plomo, cobre, hierro,  acero, silicio... Jamás fueron ensamblados
Su motor de combustión siempre empujó pistones
Y el cristal de sus sensores vino de reflejar la formación de las estrellas
Al-Jazari se supo el primero en conocer la conciencia
Sus circuitos integrados salieron del protocosmos no consciente que precedió al Big Bang
 Así como su cableado, sus chips y sus algoritmos genéticos
La radiación cósmica de una supernova lo lanzó a través del espacio
Al-Jazari viajó entre nebulosas de azufre e hidrógeno
Atravesó corrientes solares y admiró aquel espectáculo grandioso
Un espectáculo en su honor, dedicado a la primera conciencia
Llenó su disco duro sin mesura, de ondas gravitatorias, neutrinos y suvenires gaseosos
Finalmente se plantó en un mundo de piedra y agua
Hundió sus patas en el turbio elemento y escaneó el fondo con las luces del CCD
Oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, carbono, arzadán y umma
Al-Jazari soñó entonces con una conciencia no nacida, que no estaba, una nueva conciencia de carne y hueso.
 
 
 

lunes, 26 de enero de 2015

Las cinco máscaras de Harold B.51




"La máscara de Agamenón toma un cuerpo", por AnHer.



Harold B. 51 tiene cinco máscaras.
La primera, Naunet, es de barro cocido y le sirve para respirar entre los humanos.
La segunda, Berenice, es de seda y le sirve para respirar en soledad, en los salones y pasillos de su palacio.
La tercera, Lilith, es de loto y sirve para respirar en sueños, mientras Harold cabalga lejos en su cama mecánica.
La cuarta, Ereshkigal, es de piedra y le sirve para respirar la tragedia y el despertar.
La quinta, de nombre desconocido, es de carne y hueso y le servirá para respirar su propia muerte.





sábado, 3 de enero de 2015

El bestiario de Mr.Lindem





Ahí fuera hay un mundo de zancudos transdimensionales, pulgas gigantes de piel traslúcida, habichuelas volantes, sinsuelos, almas en pena, piésfríos, phonópodos, vacas cuellilargas, demonios del opio, leviatanes de un mar armónico, mirones de la garganta, jinetes psíquicos, gusanos del beso, brujos devoradores de jengibre, niños de hierro...Y Mr. Lindem hablará de él próximamente en este espacio.