jueves, 9 de julio de 2015

El amor de las piedras


"El amor de las piedras": trabajo en acuarela y tinta china de Laura López
 




Recorriendo el viejo ramal ferroviario que unía las minas del Cerro del Hierro, en la sierra de Cazalla, con tierras extremeñas —convertido hoy en una vía natural para excursionistas, un vergel repleto de encinas, olmos y altos pinos—, decidí hacer una parada en el camino para descansar, poco antes de llegar al punto conocido como Cordel de las Merinas. Aquí, un puente de piedra sortea a muy poca altura el caudal del Huéznar, por lo que pude tomar asiento y descolgar las piernas hasta casi tocar el torrente con la punta de los pies. Hacía calor, y agradecí el frescor del agua. Tampoco tenía prisa por reemprender la marcha; el lugar invitaba a ser observado con detenimiento. El blanco de la madreselva, encendido por los rayos del sol, la cortinilla verde de los sauces, el vuelo de los mosquitos, convertidos en luceros del mediodía, el agua saltando sobre las piedras que pueblan el lecho del río, su música..., ante esto uno sólo puede tomar asiento, mirar y sentirse como un invitado agradecido, tal y como hice. El tiempo pasó sin hacer ruido, convertido en una ensoñación más de aquel lienzo fabuloso, y sólo al declinar la luz del sol, supe que las horas se me habían echado encima. Hice entonces el intento de marcharme, pero una visión me lo impidió. Creí que se trataba de un simple efecto de la luz sobre la superficie ondulada del río, una de esas imprecisiones que a veces nos asaltan fugazmente por el rabillo del ojo, y que se marchan casi siempre de forma anónima, pero no, realmente algo se había movido allá abajo, en el sedimento. Una piedra. Y no era la única. Varias piedras más comenzaron a deslizarse bajo el agua, como una colonia de enormes crustáceos. Las seguí con la mirada, una por una, mientras se acercaban de forma perezosa a la orilla y subían a tierra firme. Descubrí que disponían de diez patas perfectamente articuladas, y de un orificio apenas visible que bien podía ser la boca. Ya sobre el musgo de la orilla, iniciaron un extraño baile; giraron las unas alrededor de las otras, con las patas delanteras —aquellas cercanas a la "boca"— alzadas al modo en que danzan los escorpiones, mientras chocaban torpemente sus cuerpos entre sí. El golpeteo de las piedras fue subiendo en intensidad, cobrando cierto aire armonioso, semejante a una de esas jacarillas para castañuela que en tiempos compuso el maestro Santiago de Murcia, y que invitaban a la sonrisa. ¡Vivían! ¡Bailaban! ¡Y celebraban el amor! Luego, una de ellas se alzó sobre su compañera, triunfante, y la poseyó. Las demás también buscaron pareja, y convirtieron la orilla en un paisaje amatorio imposible de olvidar. El rumor de la piedra contra la piedra dio paso a la canción más hermosa que he oído jamás, pues las piedras no sólo bailan y aman, también cantan, y de qué manera. Un inmaculado coro de voces se alzó desde la orilla y me envolvió: ¿se puede querer tanto? Aquella canción hablaba de un amor eterno, resistente a la erosión del agua o del aire, a los rayos, a la lenta ponzoña de los siglos. Me estremecí, dichoso de conocer la existencia de semejante cuantía.
     Desde entonces, algunas tardes, cuando de repente callan las ranas o cae el aire, y del silencio surge la extraordinaria copla de las amantes, vuelvo a sonreír, y si mi espíritu está maltrecho por una decepción, si ha vivido recientemente los amargores del desamor, renace esperanzado, al recordar aquel lecho bajo el puente, el frescor de sus aguas, la jácara de sus piedras, su canto y su amor eterno.