lunes, 6 de junio de 2016

¡Más tiburones!







Desperté en la playa, con los pies dentro del agua y el rostro hundido en la arena. Estaba exhausto, pero no sólo por haber estado a punto de morir. Aquella noche había hecho la carrera de mi vida: al menos mil metros en menos de dos minutos, mar adentro, después de que la bodega del balandrajo en el que viajaba se anegara de agua. Nunca aprendí a nadar cuando tuve la oportunidad, motivo que me empujó a darme el pésame en la primera oscilación del casco, sin darle más vueltas al asunto. Era mi final y lo acepté: algunos mueren por no coger un barco y otros por todo lo contrario. Entonces llegaron, a cientos. Convirtieron el lugar en una sopa de espuma. Tuve oportunidad de verlos porque no me hundí; descubrí que pataleaba sobre una superficie sólida, una alfombra viscosa de aletas y escamas, tal era el número de escualos que se había congregado alrededor de mis jarretes en apenas unos segundos. No sabía nadar, pero sí correr, y eso fue lo que hice. Salí disparado en dirección a la playa, sin mirar atrás, con la convicción de que aquel suelo selaciforme se desharía antes o después y me precipitaría al mar. Recuerdo mis gritos poco antes de saltar a la orilla: «¡Más tiburones! ¡Más tiburones!».


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